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El nacimiento

de Sleipnir

Asgard era, sin duda, una de las ciudades más bellas ya fuera de este lado de la realidad o del otro. Sin embargo, no carecía de defectos. Los más importantes: estaba demasiado cerca de Midgard, la tierra de los hombres, y de Jotunheim, la tierra de los gigantes; y Heimdall, el único dios que se había ofrecido a hacer de guardián eterno, aunque era el poseedor de la vista más aguda, siempre sucedía que cuando se presentaban los problemas estaba mirando hacia el lado equivocado, y había mostrado ser un verdadero fiasco en la prevención de invasiones o saqueos. Por eso, el día que se apareció el constructor de murallas, hubo alboroto en el hogar de los dioses.


El constructor, al menos en apariencia, se veía serio y simpático. Montaba sobre un hermoso caballo negro y hablaba con voz clara y suave, aunque sin modestia, de la obra que sería capaz de realizar.


- Será - decía -, la muralla más grande y magnífica que puedan imaginar. Ningún enemigo podrá cruzarla.


Los dioses se miraron y sonrieron.


- ¿Cuánto tiempo te tomará construírla? - preguntó su jefe, Odín.


El constructor se llevó una mano a la barbilla, meneó un poco la cabeza, y finalmente, con expresión de triunfo, declaró:


- Unos dieciocho meses, a más tardar.


- Dieciocho meses - murmuró Thor, que andaba por ahí cerca -. ¿Es eso poco o mucho?


- Un momento - intervino Odín -. Aún no hemos hablado del precio.


- Tienes razón, señor - dijo el recién llegado -. No es mucho. Tan sólo quiero a la diosa Freya como esposa -. Y añadió, como si se le hubiera olvidado algo de mínima importancia -. Ah, y también el sol y la luna.


- ¡Cómo se atreve! - chilló Freya, y le dio la espalda con indignación.


- ¡Cómo se atreve! - repitió Frigga, su abuela, y recibió en los brazos a la hermosa nieta.


- ¿Puedo echarlo de aquí? ¿Puedo? ¿Puedo? - consultó Thor a su padre Odín, mientras acariciaba toscamente el borde de su martillo. Pero su amigo Loki, que se había mantenido aparte, se adelantó y le tocó el hombro para que se calmara.


- Bueno - le dijo al constructor -. Hagamos algo. Si terminas en seis meses, trato hecho. Si no...


- Terminaré - respondió el constructor, mirando a Freya, que se había puesto a llorar. Montó su caballo y se marchó, prometiendo regresar antes de una semana. Cabe aclarar aquí que Freya era una mujer sumamente sentimental, pero aún así, era una esposa codiciada, pues las lágrimas que derramaba se convertían en oro al caer de sus mejillas.


Loki se acercó a ella y le retiró de la cara algunos granos dorados.


- No llores - le dijo -. En seis meses no va a poder terminar ni la mitad, pero nos va a salir totalmente gratis.


El extranjero volvió a los pocos días, tal como lo había prometido, esta vez llevando, además del caballo, un trineo. En pleno invierno, comenzó su labor. Y lo hizo con una rapidez extraordinaria, ya que el caballo, fuerte y de un temperamento dócil, acarreaba una tras otra pesadas cargas de piedras. El constructor, además, trabajaba como si el frío y el cansancio no lo afectaran. Pasaron las semanas, se fue el invierno y al acercarse el verano la muralla estaba casi terminada.


La economía interna de Asgard mejoró de una forma impresionante, ya que Freya, cada vez que veía la obra, se echaba a llorar. Los dioses estaban cada vez más nerviosos, y Odín se encontraba muy disgustado con Loki.


- ¡Mira a dónde nos lleva tu vanidad! - le dijo un día -. Te sientes muy listo, ¿no? Pues a ver qué se te ocurre. Tú nos metiste en esto, y tú nos tienes que sacar.


- De acuerdo, de acuerdo - respondió Loki, y se puso a meditar. Después de unos segundos llegó a una conclusión -. Es el caballo. Si no fuera por el caballo, no podría acarrear tantas piedras.


Esa noche Loki salió de Asgard convertido la forma de una hermosa yegua moteada. Se acercó cautelosamente hacia el campamento del constructor, y, tras comprobar que éste dormía, fue hasta donde su caballo se encontraba comieno en una cubeta llena de forraje. Soltó algunos suaves relinchos, intentó olisquear el cuello del caballo y después se dirigió hacia el bosque, moviendo grácilmente las esbeltas patas. El caballo, en cuyo rostro inexpresivo se hubiera podido adivinar una mueca de embeleso humano, fue tras él. En unos minutos los dos habían desaparecido.


A la mañana siguiente, los dioses despertaron al oír los gritos del constructor, llamando a su caballo.


- ¿Dónde demonios te fuiste, maldito Svaldifari? - exclamaba -. Ven aquí, precioso mío. Ven aquí y verás...


El caballo nunca se apareció y los dioses notaron que la suave voz del extranjero iba cambiando poco a poco, hasta transformarse en un rugido feroz. Cuando se aproximaron a él, se dieron cuenta de que su tamaño se había duplicado y que su limpio rostro comenzaba a poblarse de pelos hirsutos.


- Tal como lo imaginé - dijo Odín -. Un gigante.


- ¿Ahora sí puedo echarlo? ¿Puedo? ¿Puedo? - dijo Thor, que de tanto frotar su martillo con impaciencia había terminado por sacarle brillo.


Odín dio su venia con señas y poco después, cerca de la muralla se oyeron golpes y quejidos y se alcanzó a ver una enorme sombra que ponía pies en polvorosa.


A la muralla no le faltaba sino un pequeño trozo por construír. Todos los dioses, especialmente Freya, se pusieron felices. Tanto, que decidieron hacer una fiesta para celebrarlo.


Pero hubo uno entre todos ellos que no quiso participar en la fiesta, y que de hecho lanzó miradas de reproche a Odín, señor de Asgard. Se trataba de Sigyn, la esposa de Loki. Habían transcurrido casi veiticuatro horas sin que tuviera noticias de su marido. Y por supuesto le parecía indignante que a ninguno de los otros pareciera importarle.


- Son todos unos malagradecidos - pensaba. Y, completamente sola, se retiró a su hogar. El ruido de la fiesta no la molestó, pues no pensaba dormir. Esperaría en vela el regreso de su esposo.
No tuvo que hacerlo mucho tiempo. Hacia el final de la madrugada, la puerta de su casa se abrió lentamente y por ella entró Loki, pálido y sucio, con los cabellos revueltos y las ropas desgarradas. Se asombró, al parecer, al encontrarla despierta.


- Eh, hola, querida - saludó con cansancio -. ¿Qué haces de pie? - y no esperó a que ella le describiera su preocupación y sus horas de angustiosa incertidumbre. Saludó con la mano, se retiró a su habitación y en menos de medio minuto se quedó dormido. Sigyin tomó un trago de la infusión caliente (ahora helada) que había preparado, y se dispuso también a retirarse.


Nada más hubiera sucedido a no ser porque Sigyn notó un profundo cambio en la personalidad de su esposo los días que siguieron. El hombre sarcástico e ingenioso que se las había arreglado para ganar su corazón con bromas a veces pesadas parecía haberse tomado unas vacaciones. Sigyn le hacía preguntas que él no respondía. Se limitaba a mirar, en sulencio, la muralla que aún nadie se había tomado la molestia de completar.


Un día, tras levantarse de la mesa después de desayunar, Loki se tambaleó y tuvo que sostenerse del borde de la silla. Fijó en su preocupada esposa una mirada de angustia, y apretó las manos hasta que los nudillos se le pusieron blancos.


- Querida - murmuró, la voz temblorosa y como a punto de ahogar un sollozo, algo que nunca le había ocurrido antes -. Querida... voy a tener un hijo...


Sigyn, del horror, dejó caer al piso una charola de comida.


- ¡Regresaste con Angrbroda! - exclamó.


- No - respondió Loki, lleno de cansancio -. No es eso.... Creo... creo que estoy embarazado.



Por muy horrible que le pareciera, Sigyn se sentó a escuchar sin una sola interrupción, el relato de su esposo de aquella penosa noche.


- No supe a qué hora ocurrió - concluyó Loki -. Créeme, no lo supe. Sólo pensaba que tenía que distraer a ese maldito animal, que tenía que hacerlo, de cualquier forma. Sigyn...


- Oh, amor...- ella miró sus manos y comenzó a frotárselas con nerviosismo.


Loki dejó caer la cabeza sobre las rodillas. Sigyn se movió junto a él. Era la primera vez que lo veía así, y no sabía cómo actuar. Las palabras le salieron solas.


- No te preocupes - dijo -. Ya pensaremos en algo.


Se distrajo un poco, pensando en qué parte del cuerpo de su esposo podría estar guardado el accidental retoño, y un estremecimiento le recorrió la espina dorsal al pensar cómo, en un momento dado, ese retoño encontraría una forma de salida. Automáticamente, rodeó los hombros de Loki con un brazo. La reacción fue sorprendente, tratándose de él... de pronto se incorporó y se aferró a ella con fuerza. Sigyn lo sintió temblar.


Pensó lo mismo que yo, se dijo, y se llenó de una súbita ternura.


- Vamos a ver a Odín - sugirió -. Él nos dirá qué hacer.


- ¿Decírselo a Odín? ¡Oh, no!


- Bueno, entonces a Sif. Se supone que ella es la diosa de la fertilidad. ¿No podría invertir un poco sus poderes, y tal vez...?


Loki se echó hacia atrás sus largos cabellos, y movió bruscamente la cabeza.


- No, no, no - dijo -. Lo primero que haría Sif es írselo a contar a Thor. ¿Y sabes que haría Thor si llega a enterarse?


Sigyn suspiró.


- Sí - contestó -. Te preguntaría si te gustó, si quisieras repetirlo y le diría a todos los demás que dijiste que sí.


- Eso mismo - respondió Loki. Después se quedó callado -. Me pregunto qué dirán mis hijos.


Sigyn meditó largamente, al modo que solía hacerlo su marido. Después levantó el rostro. Sonreía.


- Yo te voy a ayudar - dijo en voz baja -. Vas a tener al bebé.
Su esposo la miró como si acabara de despertarse. Ella dejó de sonreír, poco a poco.


- Bueno, si quieres - dijo, y se fue a su habitación. Apagó su lámpara de aceite, y, aunque no tenía el más minimo sueño, cerró los ojos. Loki llegó tras ella después de algunos minutos, y aquella noche, como si se tratara de dos buenos compañeros en el campo de batalla, durmieron espalda contra espalda.




Loki estaba extrañamente silencioso al ayudarle a Sigyn a empacar para el viaje.Era demasiado temprano para que alguno de los otros dioses se diera cuenta. Odín estaba sumido en la lectura de un libro recién adquirido, y Thor roncaba sonoramente mientras su esposa Sif se desenredaba el pelo. ¿Sus hijos? Fuera para despedirse o no, sería un milagro averiguar en dónde se metían. Así que Loki y Sigyn partieron solos. Ella no dejaba de preguntarle si se sentía bien, si tenía hambre o si quería que se detuvieran para descansar. Loki trataba de reírse un poco con todo ello, y pensaba que ella estaba exagerando. Cuando Sigyn había estado embarazada de Vali o de Narvi, el se sentía el dios más feliz. Tan feliz se sentía, que pasaba la mayor parte del día rondando por ahí, burlándose más de la cuenta de las pretensiones intelectuales de Odín, de la ingenuidad de Balder o de la franca estupidez de Thor, y cuando regresaba a casa daba dos palmadas en el vientre hinchado de Sigyn, la besaba y le contaba lo feliz que la había pasado. Nunca se le había ocurrido preguntarle si se sentía bien o mal. ¿Cómo podría estar mal? Sigyn no era como Angrbroda, aquella vieja giganta de hielo, que gruñía todo el tiempo y se quejaba de cualquier cosa. No por otra razón la había dejado, apenas los hijos habían mostrado ser capaces de cuidarse por sí mismos. Sigyn solamente suspiraba, y se sentaba con los codos sobre la mesa. Y Loki la veía, tan hermosa a pesar de su gordura y su cara de tristeza, y volvía a sentirse invadido por una ola de felicidad. Tenía mucha suerte. ¿Y quién más que un hombre inteligente podría darse cuenta de esa suerte? Con su mujer y su cerebro, poco tenía que envidiar al mismo Odín.


Sin embargo, a mitad del camino tuvo que pedirle a Sigyn que se detuvieran. Se sentó, jadeante, y después tuvo que inclinarse, presa de un ataque de náuseas. Tras terminar de cubrir el vómito con tierra y hojas secas, Sigyn se puso de pie y le dirigió una mirada furiosa.


- ¿Tenemos que caminar? - dijo -. Tú eres un dios importante, después de todo, ¿no?


Loki se estaba limpiando el sudor de la frente con el paño que ella le había dado.


- Podríamos haber pedido prestado el carruaje de Thor - murmuró -. Perdona, no pensé...


- Nunca piensas - atajó ella, y se fue a buscar un arroyo para lavarse las manos.


- ¿Nunca pienso? - dijo. Ella ya se había ido. De pronto, al dios del ingenio, al que todo el tiempo se estaba riendo, le entraron muchas ganas de llorar.


El sitio al que se dirigían, por fortuna, no estaba tan lejano. Se trataba de una casa de piedra, pequeña pero cómoda, que alguna vez había compartido Loki con su primera mujer, Angrbroda, y sus tres hijos, en tiempos ya olvidados. Cuando llegaron, Loki no pudo evitar recordar. No compartió sus pensamientos con Sigyn, porque pensó que tal vez a ella le harían daño... después de todo, no era estúpido, ¿o sí?


Todo estaba tal y como él lo había dejado. La cocina donde Angrbroda refunfuñaba una y otra vez, mientras preparaba sus extravagantes comidas, seguía igual. Lo mismo el árbol que daba sombra a la casa, y en el que Jormungandr, que al año de nacida medía ya diez metros de longitud, se enroscaba a ver jugar a sus hermanos. Era perezosa desde el principio, y no daba señales de vida más que cuando su padre, de regreso del boque, le obsequiaba un conejo de buen tamaño. El hiperactivo Fenrir, que gruñía igual que su madre, destrozaba el felpudo de la entrada de la casa, y la pequeña Hel, sentada en su propio rincón junto a la cocina, se entretenía en arrancarle las patas a su colección de insectos. Sí, había sido una época dulce y pacífica. Una pena que Angrbroda se hubiera puesto tan insoportable, y que los hijos se hubieran mostrado cada vez más rebeldes. Ahora ella estaba de vuelta con los suyos, y los hijos tenían cada uno un empleo adecuado, salvo Fenrir, encadenado a perpetuidad bajo la tierra, pero un hijo en la cárcel era algo que a nadie le faltaba. La perezosa serpiente Jormungandr rodeaba con sus anillos el globo terrestre, recibía un sueldo por ello y no tenía que hacer nada más. Hel se ocupaba de administrar las regiones infernales y estaba muy contenta con su trabajo. Rodearse de cadáveres siempre había sido su pasatiempo favorito.


Casi se había olvidado de lo bonito que era tener familia.
Bueno, ¿de qué se quejaba? Pronto tendría familia otra vez. Pero nadie le había dicho que iba a ser él quien diera a luz. Hasta donde sabía, esas eran cosas de mujeres.


Apenas llegaron, Loki se dirigió a la recámara principal. No tenía otro deseo más que tenderse un rato a descansar. La cama estaba casi destrozada. No le importó.




A los siete meses, Loki ya no podía usar sus propias ropas. Se había tenido que poner las percudidas y amplias túnicas que su primera mujer había abandonado en la casa. Sigyn, que durante todo ese tiempo sólo se había puesto de mal humor a razón de aproximadamente dos veces al mes, bromeaba diciéndole que si se dejara la barba estaría idéntico a Thor. A eso Loki no le veía la gracia en absoluto. Pero ella se reía, le servía una porción extra de pienso (alimento que él odiaba) y se dedicaba a las labores de la casa. Parecía contenta al hacerlo. Y se veía contenta también cuando, por las noches, encendía la chimenea y calentaba al fuego las prendas de la cama. Bajo las gruesas mantas de lana, Sigyn acariciaba su estómago con dos dedos, y le pegaba el oído. Al principio el había odiado que lo hiciera, pero poco a poco se había acabado acostumbrando. Y ahora, qué vergüenza, hasta le gustaba. ¿Cuánto faltaba, maldita sea? Tenía que terminarse antes de que se pusiera a pensar que estaba viviendo la época más feliz de su existencia.


Pensar era una pena, puesto que ahora Sigyn no le permitía hacer mucho más. Ella salía temprano, con la ropa de él y un arco, y regresaba hacia mediodía con algunas piezas de caza y muchísimo forraje recién cortado. En ese tiempo, él había intentado, algo ineptamente, hacer la casa y lavar los trastos usados la víspera, y no teniendo otra cosa que hacer, se sentaba a meditar y a frotarse el vientre.


Hacia el décimo mes de aislamiento, el enorme estómago de Loki comenzó a caer de la misma forma que su esado de ánimo. Sygin, al principio, trató de llevárselo con mucha calma, pero poco a poco su grado de impaciencia comenzó a descender de dos veces mensuales a una semanal.


Loki había roto desde hacía tiempo el tabú de las lágrimas, y para sus adentros se juraba que sería la primera vez y la última. Constantemente le decía a Sigyn: “Nadie me quiere”, o, si se encontraba particularmente deprimido, “Me voy a morir”.


- Me voy a morir, Sigyn - le dijo a si esposa una vez, cuando ella regresaba de cazar - Ya lo sé. No va a ser de otra manera -. Y ella se golpeó la frente.


- No vas a morirte - le rezongó -. Nadie se va a morir aquí. A menos que insistas en no hacer lo que tienes que hacer.


- ¿Eso? - gritó Loki, enjugándose una repentina gota de sudor -. No. Jamás. No quiero ser una yegua... y de ninguna manera quiero ser...


- ¿De qué otra forma podremos enterarnos...? - suspiró Sigyn. Su marido la miró fijamente.


- Oh, está bien - refunfuñó, y cerró los ojos, concentrándose unos momentos. Después los volvió a abrir -. ¿Qué sucedió?


- Nada, nada - respondió ella.


- ¿No me veo diferente?


- Oh, claro que no.


- Pero me siento muy raro - Loki se rascó la cabeza -. Y quiero... si no te molesta... ¿Cómo...?


- En cuclillas - respondió suavemente Sigyn -. Hazlo en cuclillas.


- Gracias - Loki fue hasta el exterior y su mujer pensó que tal vez necesitaba estar a solas. Se equivocó. Los gritos de su marido le llegaron algunos segundos después.


- ¡Mi túnica! ¡Mi hermosa túnica!




Loki se dio cuenta de que algo realmente malo estaba sucediendo el día que, al despertarse, encontró su temporal entrepierna completamente mojada. Tan angustiado estaba con el descubrimiento, que no percibió que su estómago comenzaba a hacer movimientos semejantes a los que anticipaban una diarrea después de las deliciosas cenas de Angrbroda. Intentó moverse, pero de repente una punzada a mitad del cuerpo lo paró en seco. Se estremeció. Con dos dedos, despertó a Sigyn.


- Querida - le dijo -, ¿qué es lo que me está pasando? Me duele el est...


Sigyn se revolvió, sonrió aún en sueños y posó una cariñosa mano en el muslo de su marido. Al encontrarse con la humedad, abrió los ojos por completo y gritó. Loki se asustó tanto, que gritó a su vez.


- ¡Transfórmate, transfórmate! - dijo Sygin, y salió de la recámara hecha un relámpago.


- ¡No quiero! - gimió él -. ¡Tengo miedo! ¡No me dejes!


Sigyn ya no estaba ahí. Loki se arrodilló, y comenzó a prepararse para el cambio de apariencia. No lo consiguió. El dolor, algo totalmente diferente a lo que jamás hubiera experimentado, lo privaba de cualquer clase de concentración.


Sigyn volvió con una cubeta llena de agua y algunos trapos.


- ¿Qué haces? - dijo -. ¿Por qué no te has transformado?


- No puedo - jadeó él.


Sigyn se puso pálida.


- Bueno, ponte a gatas - ordenó -. Y tranquilízate, ¿quieres?


- ¿A gatas? - murmuró Loki. Pero a partir de ese momento y durante los siguientes quince minutos no hizo más que lo que su esposa le decía. Hizo una pila con las almohadas, apoyó la cabeza en ellas y se dedicó a morderlas a conciencia. Unas semanas antes, Sigyn lo había prevenido: “Te va a doler. Te va a doler mucho. Vas a sentir como si te estuvieran abriendo en canal. No tengas miedo de gritar. Hazlo. Todo lo que quieras”. Y él, aunque el dolor físico era algo que verdaderamente le causaba pavor, se había prometido para sus adentros: “No voy a gritar. Cuando llegue el momento, voy a apretar cualquier cosa entre los dientes. Pero no voy a gritar”. Entonces se dio cuenta de que su mujer no había exagerado en su descripción de sentir el cuerpo partiéndose en dos. Sus ojos se llenaron de lágrimas, y las almohadas cayeron de su boca abierta. Gritó hasta quedarse sin voz.


Apenas alcanzó a oír a Sigyn cuando dijo:


- Voy a sacarlo. Aguanta.

- ¿Qué tengo que aguan...? - cortó la frase otro grito.


- ¡Dos pares de cascos! ¡Qué maravilla! - exclamó ella, con voz temblorosa -. Voy a tirar. Puja.


El que alguien le hubiera estado sacando las entrañas hubiera tenido un efecto similar. Su último grito le sonó lejano, casi irreal, como si hubiera salido de los labios de otra persona. La voz de su esposa se abrió paso tras de la última oleada de dolor, que se desvanecía poco a poco.


- Ya está... ya está... es hombre...


Loki dejó de morder las almohadas. Aún en la posición que había mantenido hasta que se le acalambraron las piernas, bajó lentamente la cabeza e intentó mirar hacia atrás. La escena que vio, invertida, fue la de su estómago colgando como un saco, y bajo él un extraño ser parecido a una araña de largo pescuezo, que, envuelto en una membrana blancuzca, se retorcía en el charco de líquido sanguinoliento en el que ahora se había convertido la cama. La criatura, a la que Sigyn intentaba limpiar, estaba unida a su cuerpo por una tripa rosada por la cual se deslizaba una solitaria gota de sangre.


El ruido que hizo al caer fue semejante al que hace un muro viejo al derrumbarse sobre una laguna enfangada.




En lugar de un envoltorio de pañaes en brazos, Sigyn acercó al recién nacido del extremo de un cabestro al lecho del orgulloso padre.


- Míralo - le dijo -. Es precioso.


Loki dirigió a su esposa una debilitada sonrisa, llena de gratitud. Se encontraba ahora en una cama de paja, con ropas limpias, que Sigyn le había preparado unos instantes atrás. Levantó una mano hacia su hijo. El potrillo negro comenzó a mamar el dedo índice.


-Tiene hambre - sonrió Sigyn -. Mejor transfórmate.


Loki asintió, bostezando.


- ¿Tienes algo de pienso? - preguntó - Yo también tengo hambre.


- Sí - respondió ella -. Ahora mismo te traigo una cubeta.




Tras año y medio de ausencia, que para el resto de los dioses habían pasado como un suspiro, Loki y Sigyn regresaron a Asgard. Entraron a la ciudad, en compañía de un hermoso potrillo de ocho patas, por un boquete en la muralla en el cual habían crecido el musgo y algunas plantas florales. Loki se presentó ante Odín y le ofreció a Sleipnir, el caballo de ocho patas.


- Nunca te fallará - le dijo -. Te llevará desde el cielo al infierno en un abrir y cerrar de ojos -. Posó la mano sobre la suave mejilla del caballo, y el animal le respondió con una serena mirada de reconocimiento.


Odín apreció la belleza y el porte del extraordinario animal. Thor se acercó a curiosear. Tras unos minutos de rascarse la cabeza, comentó:


- ¿Sleipnir? Bonito nombre. Y su cara me parece algo conocida... ¿dónde lo habré visto antes? ¿No será que se parece a tí? - y lanzó una sonora carcajada.


Sigyn se revolvió, algo incómoda, pero Loki la tomó del brazo, y echó los ojos al cielo, como si se preparara a aclarar un error por enésima vez


- Oh, vamos, el único que tiene cara de caballo aquí eres tú, viejo amigo, y es una suerte que no podamos decir lo mismo de los hijos de Sif. ¿No crees, querida? - y mientras Thor se quedaba pensando en lo que acababa de oír, le palmeó la grupa a su hijo a manera de despedida y se dirigió a su casa con Sigyn.


Ella estaba un tanto contrariada.


- ¿Por qué tenías que dárselo a Odín? - le preguntó -. Pudiste habértelo quedado.


Loki se encogió de hombros.
- Tener un hijo como Fenrir ya es bastante difícil, verás - dijo -. No me gustaría que alguno de los otros chicos se quedara sin trabajo.


Ella suspiró, melancólica.


- Es tan hermoso e inteligente... como.

..
- ... su madre - dijo él, mirándola con intensidad.


- ...su madre - había completado ella, al mismo tiempo, sus ojos dulces clavados en los de él.


Loki posó sus labios en la frente de Sigyn. Rodeó la cintura de ella con un brazo, y emprendieron juntos el regreso a casa.

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