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Aeisa y el dragón

“...pero si hay algo que me parece sumamente extraño es que se guarde tan poca memoria del hecho [...], siendo que, después de todo, fue la primera vez que un dragón fue visto tan cerca de Tanadia, si no es que la única. Nuestros antepasados tenían hambre de leyendas y hechos heroicos, y las múltiples y exageradas versiones de la biografía de los grandes héroes lo demuestra. [...] Es, precisamente, el que se le haya tomado tan poco en cuenta, que me hace pensar que se trata de una historia real.

Hasta hace poco, lo único que sabía del acontecimiento me había venido de la sabiduría popular en las coplas de una canción para niños, malísima, por cierto. Pero, mientras continuaba mis investigaciones en la biblioteca, me encontré en un manuscrito extremadamente antiguo un párrafo dedicado a Aeisa y el dragón. La historia, relatada por un narrador anónimo, es muy breve, está contada con prisa y tengo la impresión de que el escritor no se estaba sintiendo bien a la hora de redactarla [...]. El texto proporciona algunos nombres, pero no me he dado tiempo de verificar todos los datos. De hecho, mi cabeza y algunos amigos me han cuestionado sobre si merece la pena desviarme de mi línea de trabajo original por un suceso, al parecer, de poca importancia, aunque... ¿poca importancia, el primer dragón que llegó a Tanadia?

[...] Pero bien, ocuparme de pequeñas historias casi olvidadas, ¿no es lo que hago casi todo el tiempo?”

Del diario de Alexei Welterian, traductor y primer gran historiador de Tanadia.


1.
El dragón apareció al final de la primavera, junto con las lluvias y el inicio del calor. Tan pronto como llegó, se instaló en una cueva cerca de donde comenzaba la cordillera azul; al este de Loth, la entonces capital del reino. Su presencia pasó inadvertida hasta que el ganado comenzó a desaparecer. De los dos hombres (pastores de profesión) que vieron al dragón por primera vez, sólo uno regresó para contar lo sucedido, y estaba demasiado transtornado para transmitir información coherente, de modo que Erchanbald Haarian, entonces rey de Tanadia, tuvo que organizar a su ejército en partidas de exploración. Los exploradores dieron con la guarida del animal, y, en el tiempo que tardaron en hacerlo, se reportaron cinco ataques más a seres humanos, tres de ellos mortales, y más pérdidas de animales domésticos.


El general del ejército y los sobrevivientes proporcionaron una descripción del dragón: de acuerdo con ellos, era alto como una casa y largo como un río; tenía un hocico rectangular lleno de dientes y, aunque su voluminosa masa estaba apoyada en cuatro patas cortas y torpes, compensaba su lentitud para desplazarse con los certeros chorros de fuego que brotaban de su hocico y fosas nasales.


El general ideó y puso en práctica algunas tretas para acabar con el dragón; perdió seis hombres y los resultados fueron desalentadores, y así lo declaró en el consejo que el rey acababa de convocar.


Los hombres más sabios del reino se encontraban presentes, y en la enorme sala de reunión no se oía más que la voz cansada del general.


- Ya lo intentamos con veneno - estaba diciendo -. Ganado recién sacrificado, embadurnado de las pociones más tremendas... se lo tragó como si tal cosa, y nada ocurrió.


- ¿Han probado las flechas envenenadas? - preguntó el rey.


- Las flechas - continuó el general pacientemente, como si hubiera repetido la explicación muchas veces en el pasado -, rebotan en su piel. Las lanzas se quiebran al contacto con esas escamas... Ranka Deinian lo comprobó por sí mismo, mi señor -añadió, un poco socarronamente -, y ahora está muerto.


El rey movió la cabeza. Ni veneno, ni armas... ¿fuego?, preguntó. Recibió una respuesta semejante. Caviló largo rato, y sus súbditos no se atrevieron a interrumpirlo. Exprimió el cerebro hasta donde pudo, pero lo más que llegó a ocurrírsele fue desviar uno de los ríos de la cercana Aralia para inundar la guarida del monstruo; pero ello, evidentemente, no era tarea que los hombres comunes pudieran realizar.


Y entonces un hombre, agitado y nervioso, apareció de improviso en la sala del consejo. Se trataba del compositor real. Había llegado tan aprisa como la guardia en la puerta se lo había permitido, y traía noticias para el rey. Como lo advirtió desde un primer momento, esas noticias de seguro azorarían a la concurrencia; y así fue, en efecto. Todos, el rey, el general del ejército, sus capitanes, los estudiosos y demás presentes, escucharon, con la boca abierta, su sorprendente descubrimiento...


2.
Aeisa se sentía la persona más desdichada de la tierra. En apariencia, no tenía motivo para serlo. Su familia tenía un título nobiliario y mucha riqueza. Era una chiquilla bonita, aunque estaba muy delgada y tenía una cabellera corta y erizada que no solía lavar y peinar muy a menudo. A tan sólo unos días de alcanzar los quince años, la mayoría de edad en las mujeres, parecía mucho más joven. Siendo la menor de cuatro hermanos, tenía todo el afecto y mimo familiares que una adolescente deprimida pudiera desear.


Pero Aeisa no era feliz. Y, pensaba, jamás lo sería. Y, aunque los adultos que la rodeaban no lo veían así, su problema era bastante serio, y escapaba a los límites de la comprensión humana. Y, lo peor de todo, es que, al parecer, eso sólo parecía saberlo ella.



3.
El compositor real calló y bajó la cabeza, esperando a que comenzaran las burlas. Pero el recinto permaneció en silencio. Fue el rey quien lo rompió finalmente, y su voz temblaba al hablar.


- ¿Dices... que es una niña de catorce años?


- Sí, mi señor - respondió el compositor -. Y creo que sólo ella puede detenerlo.


- No acabo de entender tu punto - replicó el rey.


- Yo tampoco - reconoció el compositor -. Pero... lo sé. Sólo Aeisa podría librar del monstruo a nuestro país...



4.
Lo que más le gustaba a Aeisa era cantar. Ya que su acomodada posición lo permitía, su padre no había perdido tiempo en contratar al mismo compositor real para que le diera lecciones. El buen caballero, además de ver sonreír a su hija menor, tenía secretas esperanzas de que un maestro tan afamado pudiera resolver el problema de raíz y atacar de lleno la causa de la migraña familiar. Pero resultó contraproducente. El compositor real no tardó en comenzar a ofrecerle dinero con tal de que lo dispensara de ese ingrato trabajo.


Y es que lo que más le gustaba a Aeisa era cantar, pero eso no quería decir, en modo alguno, que lo hiciera bien. Aeisa había nacido con una voz alta y chillona, que se había manifestado desde su primer llanto. Y cuando a su vieja nodriza se le ocurrió enseñarle dos canciones lotin tradicionales, la casa entró en un completo caos. Aeisa sólo dejaba de cantarlas cuando comía, pues al dormir las susurraba en sueños. Si alguno de sus familiares le decía que se callara, se echaba a llorar, y la casa retumbaba con sus gritos por al menos una hora.


Cuando Aeisa creció, anunció sus planes futuros: se dedicaría a cantar para la corte. Sus padres y hermanos tan sólo se miraron, sin decidirse a romper de tajo las ilusiones de la niña. Fue entonces cuando se contrató al compositor real. Y fue, después de que éste huyera, cuando Aeisa comenzó a tomar conciencia de sus limitantes. Nunca le pasó por la cabeza que cantara muy mal; eso no. Pero sí se dio cuenta de que a la gente no le gustaba su canto, y por ello, apenas entrada en la adolescencia, adoptó la actitud iracunda y doliente de un artista incomprendido. Para manifestar su rebeldía, entre otras cosas, se cortó el pelo hasta la nuca. Después le dijo a sus padres que quería convertirse en pastora de las ovejas de la familia. Ellos se opusieron rotundamente al principio, ya que no sería bien visto que una joven noble y de familia rica se dedicara a labores de siervos, pero, pensando en el delicioso silencio que imperaría por fin en la casa y en que, si se negaban, quizás la harían llorar, consintieron. Y Aeisa se puso pantalones y jubón de lana y marchó todos los días desde al amanecer al anochecer a los verdes prados con sus ovejas.


Y como pastora resultó magnífica, ya que su canto ahuyentaba a cuanto animal feroz hubiera en cincuenta metros a la redonda (y, aunque esto sus padres no lo sabían, también al dragón que más tarde se presentaría). Las ovejas, un poco sordas o con los oídos llenos de lana, no se inmutaban, y Aeisa se tomaba su estoicismo como un signo de admiración.


Cuando apareció el dragón, los padres de Aeisa comenzaron a preocuparse un poco, ya que se sabía que el animal atacaba los rebaños. Tal preocupación era de lo más natural; ellos no tenían modo de saber que su hija se encontraba perfectamente a salvo. Pensaron, entonces, en prohibirle que saliera, pero se le fueron días discutiendo sobre cómo decírselo sin que se armara una tragedia.


Aeisa, con sus ovejas, su soledad y sobre todo su fantasía, se había conseguido una felicidad que no distaba mucho de ser real. Se sentaba a la sombra de un árbol y cantaba, con todo su corazón, para las ovejas, y después soñaba despierta y pensaba en los espíritus de la naturaleza, esos seres que nadie ve, pero que observan de cerca a los humanos. La buena gente de los lagos de Aralia, como le había contado su nodriza, vivía cerca de los lagos y los arroyos, y apreciaban a los artistas solitarios como ella. Aeisa cantaba para ellos, y le parecía que sus voces, frescas y claras como el agua, le respondían.



5.
- Pero, ¿alguien podría decirle que se calle de una vez?


Todos los ojos parecían estar clavados en él y Pratch comprendía perfectamente por qué. Después de todo, era a él a quien le gustaba meterse en los asuntos de los humanos. Refunfuñó un poco, pero calló inmediatamente al encontrar la mirada de Aasin, su compañera. Por ella hubiera viajado hasta los límites de la tierra y movido montañas, aunque ello (lo de mover montañas) nunca había sido su especialidad. En fin, si algo tenía que hacerse, mejor que se hiciera pronto. Pratch se encaramó en una piedra, a la orilla del riachuelo, y ahí, su figura fue encogiéndose hasta convertirse en la de una pequeña nutria. El animal se arrojó al agua, y se dejó arrastrar corriente abajo.


La gente de Aralia, la región de los grandes lagos, acostumbraba dormir en el día y hacer de las suyas por la noche. Aunque la mayoría se limitaba a sumergirse en el lago y meditar bajo el reflejo de las estrellas, algunos vagaban por los bosques transformados en lobos o lechuzas. Sólo unos pocos, entre ellos Pratch, solían pasear por los dominios humanos mostrándose en su esbelta figura de elfos. Pero, desde que aquella voz que semejaba el aullido de un lobo había llegado para estropear las siestas del atardecer, los aralin habían tenido que acostumbrarse a dejar el descanso para las noches, y, dado que, a diferencia de los humanos, no podían soñar, la hora favorita del día era ahora un período silencioso y aburrido. Y eso por no decir nada de los nervios hechos pedazos por el incesante cántico...


Pratch, mientras se deslizaba por el agua, acercándose más y más, reflexionaba sobre las dos o tres cosas que tendría que decirle al cantor. De pronto, asomó la cabeza, y estiró la naricilla fuera del agua. Se aferró a las plantas que crecían a la orilla del arroyo, y trepó a la orilla. Continuó olfateando. Incrédulo, se sacudió el pelaje. Percibía un aroma que le era conocido, sí, pero que no había encontrado en más de un siglo y que, de hecho, hubiera esperado oler en todas partes menos ahí, tan cerca de la Tanadia de los hombres. Olía a dragón.



6.
- Estaba tan desesperado como todos - seguía relatando el compositor real.


- Ya veremos qué castigo mereces por haberte acercado a la cueva sin nuestro permiso, pero por ahora continúa - gruñó el rey.


- Bien - asintió el compositor -. Fui ahí por... curiosidad. Y llevaba conmigo mi... - sacó de entre sus ropas una vieja flauta -. De hecho - aclaró, sonriendo tímidamente -, es mi instrumento favorito. Y... no sé por qué, pero se me ocurrió tocar... así -. Se llevó el instrumento a los labios y sopló una nota.


Todos los presentes tuvieron que taparse los oídos.


- Me pareció... esto es una apreciación personal, que al monstruo parecía hacerle daño el sonido... porque, aunque me vio, no atacó... pero lo que sí observé, y estoy seguro de ello, es que las escamas se... se dilataban, se abrían o algo así, y que debajo de ellas se veía la carne. Toqué, una vez más, así - volvió a soplar en el instrumento, y algunos de los nobles cayeron de sus asientos -, y vi que las escamas estaban a punto de desprenderse, así que toqué...


El rey lo detuvo con un gesto antes de que se llevara de nuevo la flauta a los labios. Los nobles caídos, enfurruñados, estaban poniéndose de pie y frotándose las sienes.


- Bueno, ya nos has dicho suficiente - dijo el rey -. Entonces es el sonido. Asombroso de tu parte, compositor; pero, ¿qué tiene que ver con esa niña de catorce años de la que nos hablaste?


- La voz de Aeisa es diez veces más aguda y veinte veces más estridente que la de esta flauta, mi señor - contestó el compositor real -. Y lo que más le gusta hacer es cantar.


De todas las gargantas salió un bien coordinado gemido.


- Bien, compositor - dijo el rey, que acababa de ponerse pálido -. Bien hecho. En ese caso, nuestras órdenes son que vayas a buscar a esa niña. Sabes dónde encontrarla, ¿no es así?


- Sí, mi señor - respondió el compositor, ahora más blanco que el rey -. Iré a buscarla ahora mismo, mi señor.



7.
En los bosques, rodeada de un rebaño de ovejas casi sordas, Aeisa seguía soñando y cantando. Elevó la voz al cielo, apretó los puños sobre su cayado, cerró los ojos en éxtasis... y tuvo que abrirlos al sentir que no estaba sola. Frente a ella, como salido de la nada, estaba un joven alto y moreno que la miraba fijamente. A Aeisa no le pasó por alto que se estaba cubriendo las orejas con las manos.


La chica gritó, y el extraño hizo un gesto de verdadero dolor. Ella aprovechó entonces para darle con el cayado en las pantorrillas. Al caer él, se le trepó encima, y enarboló el bastón, amenazante, sobre su cabeza.


El extraño parecía muy sorprendido.


- ¿Eres... - jadeó -... eres... mujer?


- ¿Y tú no eres hombre, supongo? - chilló Aeisa, furiosa, y se dispuso a propinar el golpe. Pero se detuvo en el aire. Cautelosamente, se retiró del joven moreno y lo vio incorporarse.


- ¿Quién eres...? - titubeó.


- Me llamo Pratch -. El muchacho empezó a frotarse la cabeza -. Vine porque... porque te oí cantar.


- ¿De veras? - preguntó Aeisa, y se ruborizó.


Se miraron, y durante unos minutos el aire se llenó de un bendito silencio.


Pratch estaba confundido. Ahora que tenía enfrente el trabajo a cumplir, no se atrevía a actuar. Ni a reprender, amenazar, o lanzar un hechizo de silencio. Estaba desconcertado. Nunca hubiera creído que la voz horrenda que turbaba la vida de la gente de Aralia perteneciera a una chica tan joven... y tan bonita; sí, bajo la ropa desgarrada, las capas de suciedad y esa cabellera que parecía un nido de pájaros, la jovencita parecía ser una belleza. Alguien a quien ni el más duro de los suyos podría hacer sufrir, así fuera, como en ese caso, un miembro de la tosca raza humana. Pratch la contempló, pensativo.


- Yo me llamo Aeisa - dijo la chica, mirando al suelo -. Sabes, es tan raro... nunca había venido nadie a oírme cantar. A nadie le gusta como canto en mi familia, sabes... y por eso me tienen aquí, cuidando las ovejas. Hacen todo lo posible para apartarme de su lado. Y he oído que mis hermanos dicen que tengo una voz horrenda.


- ¿En... serio? - tartamudeó Pratch. Pensó si, en verdad, un hechizo de silencio sería una solución demasiado perfecta.


- Tú eres la primera persona a la que le gusta cómo canto - continuó Aeisa -, y te lo agradezco mucho. No sabes lo bien que me has hecho sentir.


Pratch casi saltó ante la malinterpretación, pero se contuvo. El temor de que Aeisa se soltara cantando de nuevo incluso lo hizo olvidar su otra preocupación, la del penetrante olor que había percibido en el camino. Pero Aeisa no volvió a cantar. Contenta con la vista del apuesto extraño y dando por sentado que había hallado el amigo y confidente que nunca había tenido, comenzó a relatar la historia de su vida. Pratch aferró un puñado de tierra, y se preparó a pasar una larga tarde. De los suyos se decía que seducían a las jóvenes campesinas y que con ello podían hacerlas callar o conseguir otros favores, pero él, que conocía a los humanos mejor que nadie y, hasta cierto punto, les tenía afecto, sabía que el amor que una adolescente deprimida agradece más no es precisamente el físico.


Y tenía razón. Cuando Aeisa terminó un relato autobiográfico salpicado de lágrimas y escenas de tristeza e incomprensión, estaba tan perdidamente enamorada que no advirtió que ya se había hecho tarde. Se levantó, reunió a sus ovejas y esperó, en vano, que Pratch se ofreciera a acompañarla a casa.


- ¿Te puedo ver mañana? - preguntó, esperanzada, y a la respuesta afirmativa de él palmoteó de alegría -. Al mediodía, que no se te olvide -.Se marchó, entonando por fin una canción de marcha.


Pratch, por supuesto, no iba a dejarla sola. Aún no sabía qué hacer con ella, pero la muchacha le había inspirado lástima, y tenía cierta curiosidad por conocer a la familia que la trataba tan mal. De modo que, transformado en luciérnaga, se dedicó a seguirla.



8.
Al llegar a casa, la madre de Aeisa la abrazó.


- Nos tenías tan preocupados, cariño - gimoteó. Pratch, una diminuta figura antropomórfica posada en el rincón más alto de una alacena, no se perdía un detalle de lo que estaba sucediendo.


- ¿Por qué te entretuviste tanto? -. El ceño del padre estaba fruncido, pero se notaba que era enojo fingido -. ¿Cómo quieres que te siga permitiendo salir con las ovejas, si regresas tan tarde? Y ahora, con el dragón y todo...


El dragón. Pratch aguzó aún más los oídos.


- No importa - respondió Aeisa, con los labios fruncidos -. No me importa nada lo que digan ustedes. Conocí a alguien que sí me comprende y me escucha.


El padre abrió mucho los ojos, pero la madre sonrió con ternura.


- Mi pequeñita ya es una mujer crecida - dijo -. Cuando cumplas la mayoría de edad, ya podrás pensar en serio en esa clase de relaciones...


- Vinieron a buscarte, e insistieron en quedarse hasta que llegaras. Es por órdenes del rey - interrumpió el padre, que, a juzgar por su expresión, no estaba de acuerdo en lo más mínimo con su mujer. Abrió la puerta del salón donde se encontraban, y dejó entrar al compositor real, flanqueado por el general del ejército y otros dos soldados.


- ¡Profesor! - exclamó la jovencita, y se lanzó a estrechar su mano, sin hacer caso del resto de los visitantes -. ¡Qué bueno que decidió volver! ¿Vamos a recomenzar las lecciones? ¿Cuándo?


- Aeisa - dijo el compositor, evadiendo las preguntas -, lo que tengo que decirte es algo muy grave -. Y relató lo concerniente al dragón y el consejo que el rey había convocado -. Creemos - concluyó -, que tu voz tiene propiedades mágicas que pueden hacer que las escamas del dragón se debiliten y lo dejen vulnerable a las flechas y lanzas de nuestro ejército.


- ¿Creen...? ¿Sólo lo creen? - chilló la madre de Aeisa. Su esposo, que, como ella, había hablado ya con los mensajeros, le hizo señas de que guardara silencio.


- ¿Nos podrás ayudar, Aeisa? - preguntó el compositor real.


Aeisa se mordió las uñas.


- ¿Puedo, mamá, papá?


Sus progenitores, advertidos de antemano que el asunto era voluntad del rey, asintieron con una sonrisa forzada.


- De acuerdo - dijo Aeisa .


- Bien - suspiró el compositor -. En ese caso, haremos los preparativos para mañana. El general enviará el mensaje al rey.


El militar hizo el saludo de rigor, con la palma extendida hacia adelante, y comenzó a retirarse.


- Pero - añadió Aeisa, recordando algo -, ¿puede ser después del mediodía? Por favor...



9.
Pratch, de nuevo un insecto, acompañó a Aeisa hasta su cuarto, y, posado en una cortina, observó, con indiferencia, cómo se preparaba para meterse a la cama. Si antes se había sentido confundido, ahora las cosas habían empeorado. Había escuchado atentamente el plan del compositor real, y le había parecido una soberana tontería; nadie mejor que él, se dijo, podía saber que las únicas armas efectivas contra un dragón eran la magia y la fuerza bruta, y en ambos casos se hablaba ya de palabras mayores. El compositor había sugerido que Aeisa se parara tras el dragón y comenzara a cantar; por lo visto, se le había olvidado que los dragones generalmente tienen cola y la usan tan bien como los colmillos. Lo más probable que sucediera era que Aeisa resultara muerta en la empresa, lo cual solucionaba, sin que él tuviera que mover un dedo, el problema de los cánticos molestos, pero... ¡no! La ocurrencia hizo que temblara de remordimiento.


Miró a la niña, que, ya dormida, se movía y pronunciaba su nombre. Sí, en verdad le inspiraba compasión. Aunque cantara tan mal y hubiera exagerado un poco en lo de los abusos familiares, ello no bastaba para hacer que mereciera la muerte. Pratch reflexionó, y le vinieron a la cabeza algunos de los pensamientos que había tenido cuando su nariz de comadreja percibió el tufo de dragón.


Un dragón, por muy viejo o perezoso que fuera, tarde o temprano comenzaría a salir a reconocer el terreno. Una vez que se sintiera seguro y en sus dominios, sería una gran molestia, no sólo para los humanos, sino para la gente de Aralia. Y, como lo más probable era que los humanos no pudieran hacer nada al respecto, todos los suyos clavarían los ojos en él y él comprendería perfectamente por qué; después de todo, era a él a quien le gustaba meterse en los asuntos de los dragones.


- Lo primero es lo primero - pensó Pratch, y tomó una decisión. Ayudaría a Aeisa y al rey a matar el dragón, y ya reconsideraría después lo de aplicar el hechizo de silencio.


Volvió a mirarla. Sintió la tentación de entrar en sus sueños, de encontrarse con la versión idealizada de él mismo que seguramente andaría vagando por ahí, hacerla a un lado y explicarle a Aeisa lo que se haría. Decidió, sin razón aparente, que mejor no. Plegó las alas y se dispuso a dormir.



10.
Por la mañana, un ejército de treinta arqueros y veinte lanceros, con el general a la cabeza, esperaba a Aeisa en la puerta de su casa. Aeisa se sintió contrariada al enterarse de que el rey se había negado a su petición de esperar hasta después del mediodía, pero no pudo alegar, ya que, fueran las cosas como fuesen, el rey era el rey. Caminó junto al compositor sin decir palabra, pensando en el amigo que recién había conocido y que se iba a quedar esperándola en el pastizal de sus ovejas. Muy lejos estaba de saber que ese amigo, en forma de golondrina, revoloteaba casi sobre su cabeza.


- Veamos, ¿cuál puede ser? - meditaba el compositor, repasando las peores canciones del repertorio de Aeisa y calculando en cuáles se empleaba el mayor número de escalas altas -. ¿“La luna pinta de azul las montañas”, quizás, o “Voces de Aralia”? Me parece que esas dos podrían potenciar los poderes mágicos de tu voz...


Y, al igual que su alumna, se veía muy tranquilo. Tenían que hacer la marcha caminando, ya que, como habían comprobado, los caballos no soportaban la cercanía del dragón. Eso tenía bastante molesto al general, a quien su fiel corcel había mandado al suelo de una manera muy humillante en las primeras incursiones de exploración. Eso, y el nerviosismo de que, a última hora, algo saliera mal.


- ¿Qué vamos a hacer si esto no funciona? - comentó, malhumorado, a uno de sus subalternos. Con expresión de fatiga moral, elevó la vista al cielo -. ¿Y qué demonios le pasa a ese maldito pájaro? Mátalo, Taekki.


El aludido, sin apartarse del grupo, extendió su arco y soltó una flecha. La comitiva, por el susto, rompió en protestas. La flecha erró por muy poco el cuerpo de la golondrina, que revoloteó hasta perderse tras de un árbol. Minutos después, una mucho más discreta mosca surgió del árbol y continuó siguiéndolos.


El sol llevaba poco en el cielo. El general aseguraba que el dragón no se despertaba hasta tarde y que, de todas formas, era poco probable que no estuviera en su cueva antes del atardecer. El aire comenzó a llenarse del extraño tufo. Tras dos horas de marcha, llegaron a un vallecito que se abría al pie de la cordillera azul. Ahí se encontraba la cueva. Ahora no tenían más que esperar.


El compositor había insistido, a lo largo del trecho, que uno de los soldados llevara a Aeisa en brazos, para evitar que se cansara y que por ello su voz no fuera todo lo alta que se requería. Así se había hecho, y dado que Aeisa pesaba apenas un poco más que una armadura de guerra, la cosa no había entrañado muchas dificultades. Pero Aeisa estaba inquieta. Aprovechó la pausa para caminar un poco y estirar las piernas. Oyó entonces una voz que la llamaba, y el rostro se le iluminó al darse cuenta de quién se trataba.


- ¡Pratch! - dijo, contenta, y corrió hacia él. Pratch aceptó con toda su buena voluntad el abrazo, pero antes de que ella dijera nada advirtió:


- Vine a ayudarte - y dio una rápida explicación -. Mira, no es necesario que te acerques al dragón, ¿sí? Mucho menos que te pongas cerca de de la cola. Con que te coloques a un lado de la madriguera bastará... Tú cantas y yo me encargo de lo demás, ¿entendido?


Aeisa asintió. Sólo hasta mucho después supo que nadie más, aparte de ella, podía ver al misterioso joven. Tanto el general como el compositor, sorprendidos y horrorizados, creyeron que la muchacha caminaba sola hacia la cueva.


Aeisa iba, en realidad, de la mano de Pratch, que, experimentado en esa clase de luchas, había tenido la precaución de envolver a ambos en un encantamiento que aislaba sus olores y amortiguaba el sonido de sus pasos.


Desgraciadamente, no había contado con las precauciones de otros.


- ¡Aeisa, regresa acá inmediatamente! - tronó, por todo el vallecito, la bien modulada voz del compositor real.


- ¡Cállese, por el amor de Tana! - gritó, algo más fuerte, el general. Cincuenta soldados se cubrieron los ojos con la mano y se encomendaron a la diosa.


El suelo cercano a la cueva se estremeció. Pratch, con la sorpresa, se detuvo, haciendo que Aeisa se tropezara con él. Una columna de humo comenzó a elevarse de la caverna, y el dragón, reptando torpemente, asomó la cabeza.


Pratch arrastró a Aeisa hasta una gran roca que estaba en un flanco de la caverna, y se agazapó ahí con ella. Iba a hablarle a la muchacha, cuando se dio cuenta que ésta tenía la boca abierta y la mirada perdida.


- Vaya, lo que faltaba - pensó, para luego acordar que en realidad no tenía importancia. Desde su escondite, se le presentaba un buen ángulo del dragón, que, aún medio dormido, emergía de la cueva. Pratch sopló sobre las yemas de sus dedos, hasta que éstos se iluminaron. Después, señaló con los índices la cabeza del dragón y dos relámpagos brotaron de sus manos..
Apuntó hacia el sitio más obvio, los ojos. Pero, asombrado, observó que los mágicos proyectiles rebotaban en un párpado invisible. Volvió a lanzar sus rayos, esta vez a las comisuras del hocico del monstruo, pero con el mismo resultado. El dragón, a estas alturas, ya estaba lo suficientemente despierto, y aunque teóricamente no podía detectarlo, el hecho era que había vuelto la cabeza y parecía verlo perfectamente.


- ¿Qué clase de animal...? - apenas tuvo tiempo de pensar Pratch. Tuvo que saltar unos diez metros en el aire para esquivar la llamarada que salió del hocico del dragón.
Los cincuenta y dos hombres habían observado, azorados, todo el hecho, incluyendo los relámpagos mágicos. Pero la emoción de la batalla ya estaba en su sangre, y lo que menos podían hacer era pensar con claridad. Los arcos, con las flechas colocadas, se elevaron.


- ¡Canta, Aeisa! - gritaron a coro el compositor y el general, puesto que ya no tenía caso guardar silencio.


- Sí, que cante - pensó Pratch, y después volvió a saltar para evitar otro ataque; su cuerpo de aralin, aunque mucho más resistente que el humano en cuanto a enfermedades y envejecimiento, no era en modo alguno invulnerable. Pero ningún sonido salió de detrás de la roca. Pratch se elevó en el aire, dio una voltereta hacia donde se encontraba Aeisa y fue a aterrizar, con todo su peso, en uno de los pies de la muchacha.


El rostro de Aeisa se puso rojo, y después morado. Sus labios se abrieron, y dejaron escapar el sonido más inverosímil que jamás hubiera oído la tierra de Tanadia. Pratch se arrodilló, cubriéndose los oídos. A sus espaldas, el dragón rugió. Cada una de sus escamas parecía haberse partido en dos, y la sangre verduzca comenzó a brotar por cientos de heridas.


- ¡Ahora verás! - gritó Aeisa, y se lanzó contra Pratch. Éste, con un quejido, la arrojó al suelo y la cubrió con su cuerpo y una barrera mágica, justo antes de que una nube de flechas envenenadas oscureciera aquel pedazo de cielo. De las treinta flechas arrojadas, apenas la mitad se clavó en la carne desprotegida del dragón. Las veinte lanzas fueron un poco más precisas. Pero algunas u otras pudieron haber matado a Aeisa, si Pratch no hubiera estado ahí. Él lo sabía. Pero Aeisa no se había dado cuenta, y lo único que parecía tener en mente era devolverle a Pratch el pisotón. Harto ya de los forcejeos, que amenazaban ponerse cada vez más violentos, Pratch se apartó bruscamente de Aeisa. A unos pasos de distancia, y ajenos ya al jaleo que armaban unos cuantos soldados atrevidos que habían sacado la espada para acortar la agonía del dragón (o quizás para desquitar el nerviosismo acumulado), los dos se miraron.


- Adiós - dijo Pratch, sonriendo benévolamente, la voz cargada de auténtico afecto. Y se dispuso a pronunciar el hechizo de silencio. Pero Aeisa, hecha una verdadera fiera, se arrojó sobre él. Pratch tuvo que escapar colina abajo. Su carrera a ciegas lo fue a llevar frente al dragón, que, ahora totalmente cubierto de gente que se sentía totalmente segura, no iba a gastar sus últimos minutos de vida esa especie de inútil comptemplación.. El dragón lo vio, de la misma manera que lo había visto al principio de la lucha, con la misma mirada malévola. A Pratch le pareció que le guiñaba un ojo, pero no tuvo tiempo de pensar en ello. La última llamarada del dragón lo alcanzó de lleno.

11.
La generosidad del rey no tuvo límites al recompensar la valerosa hazaña del compositor, el general y sus hombres (afortunadamente, no había habido bajas), y, por supuesto, Aeisa. Los primeros recibieron cuantiosas riquezas, y aunque las hubieran entregado gustosos a cambio de no tener nada que ver con la recompensa de la segunda, no les quedó otra alternativa más que cumplir las órdenes de su soberano.


Para celebrar su mayoría de edad, Aeisa tuvo una magnífica fiesta en el mismo palacio, donde, acompañada de la orquesta real, cantó toda la noche, sintiéndose, por primera vez en su vida, profundamente dichosa. El compositor real presentó una melodía que había hecho especialmente para ella, y el general tuvo que prestarse, con algunos de sus hombres, a hacer los coros. Hay que hacer notar que la joven se había bañado para la ocasión, que se había puesto un bonito vestido y que su madre le había arreglado el cabello; y, por lo tanto, se veía hermosa, verdaderamente hermosa. Aquella noche recibió alrededor de diez propuestas de matrimonio, nueve por parte de jóvenes soldados que habían participado en la escaramuza contra el dragón. Ella no hizo comentarios al respecto, y dejó que su madre se encargara de hacer una lista de los mejores partidos. Pero no era, tampoco, que pensara en aquel amigo que había conocido hacía tanto tiempo, y a quien había abierto su corazón. A decir verdad, el recuerdo de Pratch se desvaneció de su memoria tan rápidamente como el terror que la había dejado paralizada junto a la guarida del dragón.


La fiesta fue buena, y los invitados que habían tenido la precaución de taparse los oídos con fina lana la disfrutaron mucho. Se sirvió comida y bebida en abundancia, y la celebración se prolongó hasta el amanecer.


En cuanto al cuerpo del dragón, que, cuando el ejército se marchó, era una masa de huesos y vísceras, se limitaron a cremarlo y eso fue todo. Ninguno de los estudiosos de la corte se aproximó a examinarlo, y a nadie se le ocurrió determinar a qué especie pertenecía, de dónde había venido y si había posibilidad de que alguno de sus congéneres llegara también a Tanadia. Cuando los habitantes de Aralia, más curiosos al respecto, llegaron al lugar de los hechos, no encontraron más que cenizas y un acre olor en el aire.


12.
Aasin, la compañera de Pratch, era lo suficientemente bondadosa como para no espantar a manotazos a la rata chamuscada que se le había metido en el seno cuando se inclinaba a recoger flores. Tenía, también, la cualidad de la paciencia, y eso lo demostró al escuchar, sin interrumpir una sola vez, la historia de labios de Pratch.


- Creo que la culpa fue tuya - le dijo suavemente, cuando él terminó -. Porque nuevo volviste a meterte donde no te llamaban. Y además, ¿solucionaste el problema por el que te enviamos en un principio? No, ¿verdad?


- ¿Qué más podría hacer? - refunfuño quejumbrosamente Pratch. Cubierto de pies a cabeza de cataplasmas y hierbas medicinales, se relajaba lo mejor que podía en uno de los estanques de aguas curativas de Aralia -. El dragón nos hubiera dado problemas, tarde o temprano -. Movió la cabeza. Su incredulidad aún no se había desvanecido -. ¿Qué clase de animal era? Resistía la magia, podía verme aunque me ocultara... pero ahora no lo sabremos nunca.


- No - murmuró Aasin -. Nunca.


- Y no iba a dejar que mataran a esa niña...


- Claro que no.


- No creo que vuelva a cantar en el campo - dijo Pratch. Cerró los ojos y se recostó contra un banco de arena -. Ahora es una heroína nacional, y es poco probable que una heroína nacional se dedique a cuidar cabras, por mucho que sea su gusto.


- Quizás.


- Heroína nacional...- Pratch abrió los ojos, y dirigió la mirada hacia el cielo, cubierto de estrellas -. Aasin - continuó -, quizás te pueda parecer tonto de mi parte, pero... creo que no me agrada mucho la idea. Después de todo, fui yo quien la salvó, y fui yo quien hizo que mataran al dragón, y fui yo... y en la historia nunca va a aparecer mi nombre.


- Sí, sí me parece tonto - convino Aasin -. ¿Qué nos importa a nosotros la historia, eh? Tenemos todo el tiempo del mundo.

Sí, de hecho. Es cuando se tiene el tiempo contado cuando uno tiene prisa por aparecer en la historia, y dado que el tiempo contado y la prisa son cualidades primordialmente humanas, son los humanos quienes escriben la historia. Y los resultados no son siempre óptimos. Por ejemplo, el estudioso que, por órdenes de Erchanbald Haarian, plasmó la historia de Aeisa y el dragón en los anales del reino de Tanadia, lo hizo durante la fiesta y se encontraba bastante borracho. Y, sí, no fue otra la versión que encontrara el talentoso Alexander Welterian; por lo visto era la única escrita. Las canciones para niños, compuestas posiblemente por la misma Aeisa, tienen traza de haber surgido no mucho después, pero tuvieron mayor permanencia que la versión “oficial”. Cuál de las dos esté más acorde con la realidad, lo más probable es que ninguna. En cuanto a las crónicas no humanas... Bueno, tal vez la que Pratch contó a su compañera Aasin, (ésta, por cierto) aunque se acercó más que las otras a la verdad, tampoco haya sido totalmente fiel. Pero desde el punto de vista de un narrador, esta cuestión carece de importancia. Eso lo ha mostrado el tiempo... la historia, entre menos verídica, resulta más interesante.

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